Martín salió al encuentro de caminos zigzagueantes, sin
pensar en las palomas irisadas.
Se perdió por unas calles erróneas con la mente distraída
en descubrir el nombre encerrado en la geografía de esos pasadizos
coloniales con culebras (siete, las
contó por las dudas) incrustadas en las paredes.
Calles, pensó, calles torcidas, zetas, eses, alguna
hache. La doble ve que no encontraba aunque iba y volvía de la piedra a la
casa, de la casa a la piedra.
Piedras, pensó, pentagonales, cuadradas, eneagonales,
disímiles. Once, como los dedos de mis manos, pensó, uno de más, casi un
engendro.
En el bolsillo estaba guardada la llave de la puerta
roja, la que no se abría por las dudas.
Para algo Dios me dio una mano con seis dedos, pensó,
pero despensó, porque recordó que era ateo; entonces desanduvo una S, una Z, alguna H, contó las
culebras y llegó a la casa.
Metió la llave en la cerradura de la puerta roja.
Palomas, pensó, aquí hay palomas.
Palomas muertas, secas, reventadas de un tiro, azulejos
rotos, una silla con trapos atados, y una vuelta al olvido ya azul, ya violeta,
ya verde, como las tapas de las decenas de libros tirados por el piso.
Un frenesí de huesos, una historia escondida que ya es
secreto a voces, una cierta memoria, el relincho rebelde (casi un grito) de los
caballos que no querían, no querían.
Palomas, sí, y una llave, y la casa y los nombres.
A Ada Victoria Porta, detenida-desaparecida por la
sangrienta dictadura cívico-religiosa-militar de 1976.